Feliz día del e-Book.
Los del aula 209 son unos cafres. Unos trogloditas, unos
dementes escapados del manicomio, unos torturadores de primera. Dos meses les
sobrarán para acabar de mutilar la voz de este pobre diccionario, si es que no
decido suicidarme antes. Maldito sea el momento en que alguien con un sentido
del humor pésimo decidió hacerme de celulosa y tinta, y no de cualquier otro
material. Aunque fuera un apestoso plástico made in China. No, cualquier cosa
menos tinta y papel. Y además, diccionario. Repetido con obsesión desde hace
siglos, inexpresivo a pesar de todo. Laberíntico, abarrotado de palabras y
abreviaciones. Es el único libro que se sigue imprimiendo que necesita un tema
dedicado a entenderlo en las clases de Lengua del colegio, según me han contado
viejas amistades intentando animarme.
Pero no, yo se bien de las verdades de este mundo. Sé lo que
es la ignorancia porque me he aburrido de leerme a mi mismo para matar mi
ignorancia y sin embargo medio mundo ignora que existo. Si todos mis hermanos
murieran y yo me salvara, esa sería la única manera de que mi agonía acabase;
pero temo ser demasiado vago para el dicciocidio a gran escala.
Entendedme, mi vida es la más aburrida que podáis imaginar. Bendita
sea la clase en la que alguien abra este cajón maltrecho que es mi casa desde
que me abandonaron en este varadero de bárbaros. Ahora, después de ocho meses
juntos ya prefiero esconderme. Si algún día tuve ganas de resistir con dignidad
ante las tizas, las tijeras, los papeles, los bolígrafos y hasta los mecheros,
todos ellos aerodinámicos; ahora las he sustituido por una pasiva resistencia a
base de miedo y desesperanza. Otros años, en cursos más pequeños, tan solo se
dedicaban a escribir nombres de compañeros o profesores a lado de la definición
de “subnormal”.
Mi jornada comienza cuando las luces de la clase se
encienden, las persianas se levantan con resaca, las sillas se mueven y
mochilas caen como sacos encima de las mesas.
Ellos llegan, enormes, sin hojas y con tinta roja. Tinta corrupta,
sucia, llena de mil sustancias, pero
tinta al fin y al cabo. Eso sí, nada que ver con mi tinta de primera calidad. Luego
suena ese timbre, como venido de otro mundo, y todo muere. No se lo que pasa en
ese tiempo. Calculo que será más o menos una hora, y no se que hacen todos esos
individuos metidos en cajas de ladrillo durante una hora. A veces oigo una voz
no tan alterada como la suya cerca de mi cajón, y algún golpe seco, pero nada
más. Creo recordar alguna hora especial, en la que unas manos me sacaban del
cajón y me tendían a otras más jóvenes, me hojeaban, leían algo en voz alta y
me cerraban. Pero esto habrá pasado solo una o dos veces. A media mañana, se produce el silencio más
sobrecogedor de todos, y ya no se oye ninguna voz. Empiezo a creer que prefería
haber donado algo de mis soberbios conocimientos a cambio de unas piernas para
moverme. Medio día más de extraños silencios, y a la tarde se oye como si un
fantasma entrase, y luego se va con el mismo sigilo con el que llegó.
Y ya está. No pasa absolutamente nada más. Pero si alguien
se ha creído que ahora me voy a callar, siento decepcionarle. Ardo en deseos de
contar el feliz acontecimiento que hace una semana hizo que me abandonar a las
fauces de la muerte. Unas de esas manos tan odiosas me sacaron, y ya no me
volvieron a meter en el cajón. Me dejaron ahí tirado, encima de la mesa, y
entonces por primera vez en mi vida vi el mundo detenidamente. Les vi las
caras, esas caras tan feas, llenas de imperfecciones, contraídas y simiescas.
No tengo ni la menor idea de qué serán esos bichos, ni de qué extraña relación
podría unir su especie y la mía, pero estoy seguro de que jamás han hecho algo
por el bien de los celulosos. Es imposible que nuestras razas hayan trabajado
juntas alguna vez. Así que creo
firmemente que ese cartel que decía, tal y como pude leer, “Día del Libro”, era
una mentira más. Sus libros habían sufrido tal genocidio, como sabe cualquiera,
que honrarles con un día era un insulto.
Les miro siempre con
asco y desprecio, porque está claro que si soy yo el gran guardián del
conocimiento y las palabras, también debería de ser yo la especie que les
dominase a ellos, y no al revés. Algún día alzaré a mi pueblo para acabar con
esta dictadura, y cuando hayamos machada a todos los “tinta roja” podré
librarme tranquilamente de mis hermanos diccionarios; porque yo solito me basto
para abarcar todas las palabras. Todos harán colas infinitas para leerme y seré
conocido en el mundo entero. Seré majestuoso, divino, perfecto, puro.
El diccionario del aula 209. Nuestro diccionario. Descanse en paz. |
Ah, ¿pero qué oigo? ¿Es ese el infernal sonido que marca el
final de los silencios? ¿Pero qué hacen estos incultos simios, por qué se
levantan? ¿Adónde van, qué gritan? ¡Ah, sus manos vienen hacia mi! ¡No me
toquéis con vuestras sucias manos, parias, apartaos! ¿Qué hacéis infelices,
desgraciados? Todo da vueltas, vuelo por la clase entre las tizas, las tijeras
y los estuches. Las caras de mis torturadores cambian muy rápido, todas ríen,
demoníacas, psicópatas. ¡Vade retro, Satanás; alejaos! No, mis hojas no, mis
relucientes hojas no. Perros, canallas, ineptos: arderéis en el fuego de los
ignorantes. Ah, tan solo me queda un triste lomo, vacío, raído y unas cuantas
páginas. Además son de las letras x, y y z. Qué desgracia. ¿Es eso una ventana
abierta? Veo vuestras intenciones, traidores, no os atreváis. No, no me
soltéis. La luz del sol me deslumbra y cruzo volando la ventana. El mundo se
agolpa en mi mirada de una sola vez y no consigo identificar nada preciso. Solo
ese aquelarre que continúa en el aula 209, entre saltos y gritos. Tienen que
estar poseídos por el diablo, es la única explicación. Que sepáis que me he
acordado de vuestra madre. Yo, ilustre liberador del pueblo, moriré como un
mártir, pero sabed vosotros, discípulos de la ignorancia, que la reconciliación
de nuestras razas será imposible por los siglos de los siglos. Ya podéis
buscaros a otros tontos que os aguanten, pero dudo que los encontréis.
PUNTO Y FINAL.
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